martes, 11 de junio de 2013

El vacío y la quimera

Estaba sentada en un trono sobre el vacío, no habían colores, ni aromas, ni sonidos, simplemente una luz tenue que venía desde alguna parte de sus procesos cognitivos.

Con los ojos cerrados trató de visualizarla nuevamente, dándose cuenta de que ningún rostro que su mente proyectara era el adecuado para tan sutil y completo personaje.

Siguió mirando hacia arriba, nadando en el espacio negro, golpeándose la cabeza contra rocas inexistentes que en realidad podía ver, mientras que al otro lado de la sala un ser incompleto, sin rostro y con una sonrisa trataba de encontrar un lugar en aquel mundo en donde nada parecía existir.

Sus tímidos pies se abrieron paso a través de lo que se imaginaba que era un sendero, uno que tenía muchos tropiezos y en el que recibía golpes constantes de objetos medianamente blandos a cada paso que daba.

Se decidió a detenerse por unos segundos, mientras ideaba un plan de acción.

Todo aquello era demasiado pedir para alguien que, en las tinieblas, acababa de nacer.

Escuchó música, sonidos provenientes de algún lugar lejano y echó a correr con todas las energías que pudo reunir, en el eco de la fiesta se hallaban dos ruiseñores que cantaban alegremente una melodía que hacía que en su corazón un pequeño bombillo parpadeara.

Su pie derecho comenzó a tocar el suelo rítmicamente mientras sus manos hacían acompañamiento con chasquidos al son de la música. No sabía cómo podía procesar la información, pero supo que se trataba de la canción de jazz que a ella tanto le gustaba, aquella cuyo sonido se había quedado en su mente en uno de aquellos días grisáceos en que trataba de componer un relato sin que su inspiración se lo permitiera.

Una cabellera oscura como los ojos de un buitre, unos ojos penetrantes y azules como el mar profundo y una sonrisa blanca como la luz de un bombillo, tendría que ser esta vez, Anna, tendría que llamarse esta vez; haciendo honor a ese personaje tan particular que algún día caló en su corazón cuando tenía solamente nueve años.

Entonces Anna echó a andar, con un rostro borrado cientos de veces, un corazón roto por la falta de aceptación, y el sentimiento de que la persona con la que ella soñaba, nunca podría ser ella.

Era simplemente una quimera.

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jueves, 27 de diciembre de 2012

Locución anatómica


El agua se hacía presente, mientras que se mezclaba con la sangre que un corazón casi taqui cárdico bombeaba frenéticamente a un ritmo constante que prometía, a sangre y fuego, mantener hasta que todo acabara.

El cuerpo erguido contra la pared de ladrillos rojos de mantenía en pie sin importar cuán fuerte fuera la presión, y su estómago sentía la vertiginosa imagen de estar sobre una montaña rusa, a 90 grados de inclinación sobre su base perpendicular mientras la caída de hacía presente, desatando oleadas y salpicaderos de adrenalina en todo su cuerpo.

Esa sensación de estar en sus brazos desnudos con toda la fe de que el corrientazo  que  estaba sintiendo no lo sentiría con nadie más, muy violentamente por debajo de su piel, la electricidad se esparcía divinamente a través de todas sus terminaciones nerviosas.

La fuerte humareda de un tren sin salida arremetió en sus emociones y gritó tan reprimidamente como fue capaz de ahogar.

Los músculo risorios se ponían en acción, y los misiformes, los orbiculares, bucinadores, los pterigoideos y el triángulo de la barbilla, sin poder contar más, al son sonoro de esa música calma que se extendía incluso en los momentos más sombríos, solo al lado de ella.

Era como si la sinartrosis parietofrontal perdiera su dureza y se separara el cráneo, dejando pasar a través del espacio hueco, todas las emociones que no podían salir en tan indecoroso momento.

Ya llegaban los oblicuos a contraerse y a delinear la línea alba que dividía su estructura sagitalmente en hemicuerpos perfectos y apasionados, como tallados en un almacén de obras manuales, mientras que sus ojos se cerraban fuertemente, esperando el momento en que todos esos músculos se contrajeran hacia arriba, más por encima de su interior físico.

La morada desoxigenada salía de los pulmones a retomar el  ciclo vital de contracción de sangre, como si pudiera sentir la aorta y la carótida, la subclavia y la yugular, siendo masajeadas por chorros de sangre a presión que salían producto de la alta rapidez en que su pecho de movía.

Ahí, en la mitad de una noche venezolana latente, todo se contrajo, todo cayó, recuperaba su homeóstasis natural, mientras dos cuerpos pesados y enamorados caían sobre un suelo de granito, sabía que el peso sobre ella era el único que necesitaba sentir en su vida, no de nadie más. Si no el calor de su cuerpo en una inesperada noche de invierno.

G.E Izaguirre

Engranes


La  lluvia frenética caía a golpetazos contra la ventana de la alcoba caliente, mientras un fuerte estruendo resonaba y se montaba por las paredes.
Ella había olvidado lo ruidosas que eran las labores de construcción del piso de abajo, pero eso no importaba en ese sencillo momento.

Se asomó a través del cristal para ver un auto semitapado por la neblina algo espesa que venía del mar, muy lejos de allí, mientras algo en su pecho le decía que nunca sería feliz sin su compañía cálida y sutil.

Seguramente las olas en lo lejos y en lo bajo restallaban con violencia ante la lluvia infernal que azotaba las costas, usualmente soleadas, que solían visitar juntas, cuando todavía quedaban los fragmentos de rompecabezas a la mano como para poder ensamblar un lindo recuerdo de todo el amor que construyeron poco después de conocerse.

Pasaban las horas, la misma absurda construcción seguía, mientras sus ojos también seguían etiquetando imágenes que no podía sacarse de la vista aunque cerrara los grandes ventanales, simplemente sabía que su futuro esa noche, y seguro las que sucedieran, estaban adjuntas a una gran descarga emocional de desgaste psicológico y de lágrimas manando fácilmente.

Pero no era fácil llorar en ese lugar y a esa hora. Los pájaros que repiqueteaban melodías extrañas tratando de comunicarse con animales de su misma especie parecían invadir la televisión en un maratón de lírica interminable, y las palabras suyas que golpeaban su aracnoides, con acordes de “Te amo” y un futuro juntas, amenazaban con no irse.

Poco a poco iba visualizando y comprendiendo que los engranes de reloj necesitaban aceite especializado, y que cuando éstos se paraban y tratabas de sacar líquido negro como el petróleo de su botella vacía, simplemente estabas prolongando el tiempo de desgaste en la maquinaria del útil dispositivo.

Y que justo como los relojes y su dinámica funcionaba el amor, aletargado y somnoliento, que eventualmente, a pesar de darle más largas, comenzaba a dejar de funcionar.

Las maquinarias estaban ahí, los sentimientos estaban ahí, los engranes estaban ahí, ellas, las agujas estaban ahí, el amor tenue y tierno que siempre se habían tenido estaba ahí a pesar de no poder lubricarlo con aceite nuevo.

G.E Izaguirre


071220012


Hola, soy yo de nuevo.

Sé que suena absurdo escribir en papel y bolígrafo algo que nunca leerás, y a pesar de que vaya a quemar de inmediato todas  estas palabras, que en un futuro parecerán exageradas y algo faltas de sentido, simplemente necesito desahogar y arrojar al vacío todas esas esperanza y sueños que adoran y atan una vez más a mi futuro.

Diablos… Ha sido un día intenso y exageradamente lleno de recuerdos tuyos y míos, pero estoy feliz de que, aunque haya salido mi tristeza, ya haya aceptado que esos recuerdos dramáticos forman ahora parte de un pasado conjunto.

Los tristes, los felices y los neutros que nos hicieron una vez una pareja con sus complejidades funcionales y sus imperfectos, fallos, que me han hecho madurar y darme cuenta de que en realidad el amor es un regalo de con dobles caras y detalles alucinantes e inesperados.

Solo Dios, sí… Él, sabe qué es lo que pasará con mi corazón y mis sentimientos ambivalentes, que un día te entregué con una corbata atada detrás de la cabeza.

Los ojos bien cerrados.

Quiero decirte que, por más dolor que me cause la decisión tomada, esto es sencillamente algo que debimos haber hecho desde el mismo momento en que supimos, dolorosísimamente, que todo esto era un disparate que en realidad no estaba dispuesto a llevarnos a ningún futuro mejor, mucho menos, a verdaderas promesas y sueños que pudiéramos cumplir en bajo ninguna circunstancia.

Pensaba decir: “hola, te he estado esperando”, imaginando lúcidamente una navidad llena de flores, un peso vivo y ligero sobre mi regazo y un millón de besos que, dibujando palabras con miradas tiernas, nos envolvieran en mágicas caricias que seguro se grabarían por siempre en este corazón disfuncional que nunca ha dudado, más honestamente, de todo el amor, nada condicional, que ha sentido por ti, en arrebatos de rabia y delirios de alegría, desde el primer “YO TE AMO”, de verdad.

Vamos a calmarnos ahora, y a aventurarnos en nuevos caminos, tratando de coincidir, en todo momento, con la dicha más grande que nos ha sido otorgada a todos por igual. A esa luz de invierno que calienta el más álgido y temeroso rostro en los días más glaciales e inclementes de la dura Siberia y el radiante Polo Norte del mundo.

A esa indomable, invaluable y hermosa condecoración que ha sido dada a todos los mortales que aprenden de sus errores, sin lamentarse del tiempo, y amándola, a la vida, a pesar de sus duros y empedrados caminos dificultosos.

A la que ordinaria y fútilmente se le ha denominado “felicidad”, que no pasa de ser superficialmente vista como una ilusión o un sueño inalcanzable. Pero que se obtiene luego de sanar un millón de heridas que mundos sordos han dejado abiertas  y que, el tiempo, así como nuestra voluntad misma de los seres lastimados, sellan dejando cicatrices que nos sirven de recuerdos, y no como lamentos de todo lo que un día tuvimos dentro del más susceptible corazón.

Espero poder conseguir un día ese camino, junto a alguien que no haga caso omiso de te todas las marcas que fueron parte de mi vida durante los días más tormentosos y paradójicamente calmos y cálidos que he tenido hasta ahora.

Sintiendo el bienestar que me acobija en este momento, y aún sin el valor para echar por tierra todas las lágrimas cristalinas que mis ojos se guardan por dentro, necesito decir que no importa la cantidad de viento en contra que consigas en el más árido de los desiertos, pegando contra tu hermoso rostro, lleno de vida, siempre verás agua en un manantial de esperanzas que quite la sed de tu cuerpo, perfecto y hermosamente estructurado, mientras consigues dejar atrás los puentes de un camino dificultoso, para llegar a uno de todo el bienestar que tu alma pidió siempre, y que yo nunca supe llenar. A esa senda de felicidad que seguro está ya delimitada en tu destino, pero que, a veces, alguien que no sabe cómo actuar, no puede dilucidar que la felicidad está sin ella en ese camino.

Una oda a la felicidad, porque es la dicha que no se compone de momentos alegres que se cortan con grietas de más dolor que no se pueden sellar, una que es una línea continua que se no se quiebra a pesar de todos los conflictos y guerras constantes de tristeza y soledad.
Hoy has decidido hacer lo que teníamos pendiente desde el mismo día en que nos conocimos, a pasar factura de todo lo que indudablemente no pudimos parar antes y que ha debido acabar ahora. En estas fechas próximas a la navidad, como las del año pasado.

No hay dependencia, solo debilidad de voluntad para afrontar todos esos escenarios y admitir que nos hacemos más mal que bien, siendo todos esos sentimientos la perfecta excusa para alimentar todas esas cosas que, por más que amamos y deseamos arreglar, solo logran hundirnos más en un abismo del que nosotras mismas debemos salir.
Es desafortunado y triste proceder por cansancio emocional más que por orgullo y amor al ser propio.

Pero ya que se alcanza el deber ser inicial de ponerlo todo por detrás de nosotras y quedar por delante en nuestras vidas, todo recupera una estructura funcional por naturaleza.
Se me viene ese pensamiento que leí en una obra escrita a la usanza de la edad media, que reza: “Hablar con dureza de lo que se ama, justamente porque se ama y con todo el derecho que le confiere ese amor.”

Nada es un suicidio, ni mucho menos, una sentencia de muerte, cuando se sabe que lo mejor se queda o viene por delante, y lo malo se desecha sin perder las lecciones lucrativas que siempre puedan de lo mejor y lo peor.

Parece una mirada superficial a todo lo que es la vida, ¿no? El deber ser, lo repetitivo, las casualidades y coincidencias que indudablemente conforman el círculo de la vida, en el que a veces nos quedamos encerrados, sin conseguir la llave de la cerradura que nos mantiene apresados.

Sin rencor, con paciencia y con todo el desbordado amor que siempre te he tenido y lo largo de casi dos años tormentosos y soleados, te deseo de corazón que la senda antes descrita no se te dificulte tanto para llegar al sol.

Pero que siempre atravieses el largo desierto, sea esa hermosa y bien intencionada familia, la que consiga secar de tu frente el sudor y darte renovadoras energías, para pasar las frías noches y desafiar los nuevos días. ¡Buenos, días!

Recordemos, entonces, que la vida es un tren. Uno cuya carga física y material es ella misma, que pasa por numerosos desiertos y playas, en el que nosotros mismos somos los únicos pasajeros permanentes.

Que en las estaciones de parada muchos extraños suben y bajan, algunos durando más tiempo en nuestro tren que otros menos afortunados.
Y que la familia siempre está subida en él, durante mucho tiempo y aunque a veces estamos tan adaptados a ella y buscamos emociones en gente pasajera, son ellos los más importantes.

Cuida mucho tu tren y su valiosa carga, procurando dar más importancia siempre a todos esos seres que incondicionalmente se quedan sin esperar nada más que amor a cambio.
Valiosa, valiosa carga ¿no?

Y siempre, el objetivo es mirar de frente a la vida, y a todos también de frente.
Así como mi bien amada escritora Virginia Woolf decía a su marido en sus últimas palabras escritas:

“To look like in the face… always to look life in the face, and to love it for what it is. Leonard, always the love, always the time, always… The hours”
Ratona, tal vez. Hasta luego, quizás.
Eugii.

sábado, 1 de diciembre de 2012

La coyunda

Es la una de la madrugada con treinta y cinco minutos.

La neblina fría que choca con la ventana hace que ésta se cristalice y humedezca con su contacto. Recuerdo que la soledad era así.

Era como un cristal de mi habitación que estaba entre el cálido ambiente de la cama y las luces encendidas del techo, y la fuerte tormenta de nieve y neblina que se peleaba con el viento allí afuera. No se correspondía ni con lo uno ni con lo otro, queriendo escapar de las dos contradictorias corrientes que acabarían por destrozarlo a uno... Era la lucha del frío contra el calor, y el deterioro que al pelearse lo uno con lo otro causaban sobre el marco de madera y la pared que sostenían el cristal con firmeza, hasta que, al pasar el tiempo, quedaría convertida en una simple ventana vituperada que habría que reemplazar.

Pero ya no hacía frío, envuelta en la suave piel de su cuerpo la cálido y protector podía sentir por todas partes que el invierno gélido estaba muy lejos de tocar mi puerta.

Los ojos cerrados y la respiración mantenida a un ritmo constante hacían que las expansiones y constricciones de su caja torácica parecieran el metrónomo de alguna pieza musical que nadie más que yo podría comprender. Sin movimientos repentinos que entorpecieran la mecánica en que parecía que su piel bajaba y subía, en un punto intermedio de dentro y fuera de las sábanas.

Me pregunto por qué hoy y a esta hora, mientras casi puedo escuchar las palpitaciones del corazón que me robó, comienzo a relatar esto como si se tratase de una historia que alguna vez fuese a escribir, un cuento que alguien fuese a leer... Supongo que viene al caso decir que toda incógnita tiene una respuesta.

Porque fue en una madrugada como esta que ella se convirtió en mi todo y nada a la vez. En todo lo que necesito y alguna vez quise tener.

Nunca pensé que su paciencia, que mojara de agua turbia el terreno de mis defectos, y su amor, que caldeara todas las mañanas sobre el terreno que la lluvia mojó, conseguirían darme la explicación de mecanismos tan simples y compuestos del funcionamiento que debía tener mi vida.

Cinco años de allí hacia acá y puedo contar con los dedos todas las peleas que hemos tenido, las cuatro que en tres ocasiones nos hicieron olvidar que para dos personas que se aman solo existe una solución factible.

Y ahora la veo respirar tranquilamente. Mientras yo echo al aire hipótesis sobre cómo la vida le daba lecciones a ella sobre cómo tener una mejor relación de pareja a futuro, mientras que yo sufría por alguien que me había hecho sentirme sin valía. Y que luego nos cruzaba en el camino alegando, el chico en pañales, que el tiempo es perfecto y que lo bueno se hace esperar.

Oigo las gotas de agua romper contra el vidrio, puedo escuchar el latido de su corazón paciente, veo el movimiento que causa su respiración y confío firmemente que sé a dónde voy.


Me robaste el corazón, yo me quedo tu apellido.


//G.E Izaguirre 

domingo, 25 de noviembre de 2012

Venezuela bajo la lluvia

Todo debió haber comenzado esa noche de sábado de noviembre cuando, entre cansada y abrumada, me fui a la cama a despejar mis pensamientos con buenas horas de sueño recuperador.

Fue entonces cuando una lluvia torrencial caía por entre la neblina fría que, extrañamente, no helaba mis huesos hasta decir basta.

El agua turbia del navío en que iba embarcada con otras doce personas, más la tripulación abordo, se movía violentamente contra el medio de transporte que nos acogía lo más establemente como podía. Mientras que el viento, poco o nada salado, me pegaba en la cara como sutil castigo en una época de invierno que se avecinaba.

Poco a poco pasábamos entre dos espacios poblados de casas, mientras el día gris no daba señas de cambiar. Fue extraño cómo divisaba a lo lejos pequeñas colinas pobladas con casas que en la vida real me habría imaginado que serían villas miserias, pero que estaban sorpresivamente bien acomodadas, con fachadas dignas de envidia para cualquiera que no tuviera los recursos.

No puedo recordar si en ese momento de felicidad que me contenía estaba remando, si el navío hacía ruidos de motor, o si simplemente estaba parada en la proa mirando hacia el frente en un ámbito extraño lleno de acciones poco comunes. Y allí estaba Mitchell, quien había desaparecido estando a bordo, relatando que debía subirme en esa especie de teleférico cuyo nombre no puedo recordar.

Ese que se paseaba entre la neblina y daba visibilidad desde lo alto a toda aquella ciudad que, sin saberlo, tanto amaba yo.

El tiempo pasaba en calidad de horas mientras me repetía que todo aquel frío que tan placenteramente me daba calor, era exactamente el mismo que ese hombre de sesenta y dos años, aspecto tranquilo, calva poco o nada prominente, ojos verdes y sonrisa mellada amaba tan profundamente.

Entonces érase una vez la historia de una mujer de rasgos latinos y poco o nada holandeses, que se paseaba en barco en una ciudad fría y llena de agua y lluvia de neblina, que se daba cuenta de lo mucho que se parecía a su padre, mientras se deleitaba con los paisajes de un país que poco o nada conocía, pero que sabía que amaba tanto como a su tierra natal.

Bamboleos, me despierto sin saber cómo, dónde, ni por qué. Un país que amara tanto como el mío propio.
Inglaterra, Escocia, o Irlanda del Norte, Suiza, Polonia o cualquier otro país que me despertó curiosidad intrínseca sin saber nada de él.

La voz de mi madre molesta porque haría un año más de instituto en Inglaterra, y la prevaleciente seguridad de que entre agua, frío, viento y neblina, no me hallaba en otra que de turismo en Zurich.

Válgame el título, cuya historia posiblemente no se adapte a la realidad, pero sí a un sueño descabellado y cortado de pleno mes de noviembre.

//G.E Izaguirre

viernes, 9 de noviembre de 2012

Mikil y Faruk

Está ya aquí, la siento venir al mismo tiempo en que mis dedos se comprimen alrededor de un vaso de coñac ahogado en hielo.

El corazón late fuerte aunque los efectos del alcohol hayan vuelto loco al sentido común.

Tal vez ya no se trate de sentido común, toda esta locura de amor en la que nos embarcamos al conocernos en aquellas noches desérticas de Arabia Saudita, tal vez el amor no haya usado nunca el sentido común, y tan simplemente confundimos los miedos irracionales con las decisiones que parecían bien tomadas.

No importa cuán lejos estén de la puerta puedo ver frente a mis ojos el pelotón de fusilamiento, el muro y las balas que acabarían con todo nuestro amor. La vida no lo vale, no. Nuestro amor sí.

 Ha merecido todos los vitoreos y todas las alabanzas que muchos le dieron durante un cordial tiempo, hasta que decidimos enloquecer.

Mis músculos se tensan y tratan de digerir la imagen que durante demasiado tiempo he tratado de asimilar, la misma dulce locura me invade. Tal y como si de la noche a la mañana de un sábado hubiera decidido prepararme psicológicamente para este momento de angustia.

Los últimos momentos de moratoria.

Escucho firmes pasos en el pasillo mientras cierro los ojos recordando el cielo que tantas veces apreciamos juntos, en silencio, en la noche, cuando no había mucho más de lo que preocuparse excepto nuestros planes de salvar al mundo a través de un arma biológica.

Una cosa llevó a la otra y de la noche a la mañana éramos asesinos calificados que condujeron a la muerte a más de tres millones de musulmanes. Aún no lo entiendo, por qué nos odian tanto?

La violencia nunca se ha resuelto con más violencia, sin importar que hubiéramos recurrido a ella en un devaneo de venganzas y pasiones sufridas a través de los desiertos más profundos y áridos de todo el continente.

Es irónico cómo tardé tanto y tan poco tiempo en entender que la vida no podría ser tanto sin Mikil, mientras nos conducíamos a la muerte de manera indirecta. Tanto como para procesar un crimen perfecto, un genocidio peculiar contigo.

Me arrepiento de no poder retroceder el tiempo, porque lo único que no cambia a pesar de la iridiscencia de la vida es que ella no es nada y no vale la pena sin nuestro perfecto amor.

Y ahora digo todas éstas cosas en mi cabeza, como si al otro lado del mundo, a donde te mandé a huir para resguardarte, pudieras escuchar las tonalidades de arrepentimiento que retumban dentro de mi cabeza.

Qué va a pasar con nuestra historia? Será lo único de lo que te arrepientas cuando mi sangre enchumbe el suelo amarillo del escenario, que nuestra historia quede estancada en el pasado y que no vea más futuro ni presente.

Mi amada Mikil... La sobriedad que en este momento abandona mi cuerpo es la misma con la que te juré que iba a amarte siempre, sin importar lo que pasara. Es la misma que te acompañó dentro de todos esos momentos difíciles en Irak, y en Uzbequistán.

Y mi alma, la misma que te hizo el amor tantas veces en esas noches calurosas de Egipto, cuando huíamos del mundo real para sumergirnos en la aventura de lo imposible.

Ay, Mikil... La vida vale tan poco cuando perdemos ese centímetro de integridad que nos queda.

Un centímetro que, a pesar de no representar la realidad de lo que pensamos y sentimos, nos hace mantenernos dentro de los parámetros socialmente aceptados por la mayoría, ante los que perecemos con un solo acto de buena fe.

Si Dios existiera podría asegurar que es nuestro amor entero, que todo lo entendía y que todo lo perdonaba.
Y Dios? Dios ya no existe ni existirá sin ese amor que nos acobijó durante los últimos siete años.

Las ventanas chirrean y siento un alivio de placer al escuchar tan espantoso sonido.

Las puertas se abren y mi corazón encogido se prepara para la peor parte de todas. Mis dedos sudan, sin importar lo mojados que estén por la transpiración del hielo salpicado de coñac, abro los ojos y me enfrento a mi muerte.

Mikil.

Abro los ojos y mi cuerpo se satisface al ver el rostro que lo representó todo para mí durante demasiado tiempo.

Al final del día ya era tiempo de tomar una ducha y dejar de soñar con tan fabulosas historias que querría vivir en adrenalina con ella.

Sin importar lo fabuloso de las historias de un soñador, es indudable que la única parte despreciable sería una vida sin su amada Mikil.

G. E Izaguirre